El ambiente es sofocante, últimamente sudo frío, más de lo apropiado, cómo un prolongado síndrome de abstinencia. Mis manos tiemblan cada cierto tiempo, pero ese no es tanto el problema, tomo un poco de agua y se pasa por diez minutos.
La sala no tiene ventanas, debido a que se encuentra instalada en el subterráneo del edificio Institucional de la Universidad, donde tiran todo lo que es material audiovisual, y unas cuantas oficinas pintadas alegremente de un verde musgo, a trazos manchado por la humedad. Un hábitat excelente para aquellos que aspiramos a ser lo más bajo de la industria cultural, esos reporteros que trabajan tras las cámaras encontrando “noticias” y “actualidad” para que unos “Amaros Gomez Pablos” se lleven el crédito poniendo su linda cara ante la audiencia minimizada en una alienada masa de conductas uniformes, cual teoría de la aguja hipodérmica.
Vuelvo al libro, en esa sensación de ser invisible ante todo y todos en la sala, nunca se me ha dado la oportunidad de correr desnudo en medio de esta, solo para probar mi teoría de que la presencia que uno tiene hacia los demás es solamente la que uno se tiene a si mismo. Si yo en realidad creo que no existo, entonces, ¿el otro se podrá dar cuenta de que estoy allí?. Si el otro no me ve, porque yo no quiero verme, ¿me podrá ver?. Es absurdo, lo se, pero a estas horas, y pensando en lo que estoy pensando, hasta la mayor estupidez adquiere un grado de sentido.
Recuerdo una vez que se me metió la idea de entrar a un concurso de cuentos, arengado por Soledad, la única, creo yo, que pensaba de verdad que mi futuro era de gran fama, siendo uno de los representantes de una nueva generación de la narrativa Chilena. Claro, a esa edad podías darte el “gusto” de pretender o querer ser lo que quisieras.
Y me puse manos a la obra, leí unos cuantos cuentos de Benedetti, y tome la idea de “La casa tomada” de Cortazar para crear un pequeño plagio sin que nadie se diera cuenta. Un amigo me dijo que eso, dependiendo del talento de cada uno de nosotros, daría un resultado excelente, siempre y cuando fuéramos capaces de plasmar nuestro propio estilo en el del otro. Además, ya sabíamos que la mayoría de los miembros del jurado nunca leían minuciosamente los escritos, si no que echaban una mirada rápida y se desparramaban en su esnobismo técnico, haciendo críticas llenas de conceptos que, para mi edad, ya estaban obsoletos. El cuento que escribí se trataba de un Joven que se largaba a vivir sólo ocupando una casa en el centro de la ciudad (Que no era ni Valparaíso, ni ninguna de las ciudades que yo conociera, si no que pura invención de una mente pseudo-punk, la cual yo explotaba de sobremanera en aquellos días). Prontamente el joven se transformaba en un estilo de Peter Pan jalado, y encontraba su NO-FUTURO en las sucias calles de la infecta sociedad que el detestaba. No era la gran idea, pero daba resultado si se explotaban los caracteres necesarios.
En fin, no gane el concurso, pero si quede en unas cuantas menciones. El primer lugar era pésimo, el Segundo me daba vergüenza, el tercero salvaba, y las menciones, para mi maldita suerte, eran lo peor. Y allí estaba mi hijo prodigo, saludándome en un lugar que no se merecía. Al menos me dieron un diploma, veinte mil pesos, un gorro y una polera de la Municipalidad. Esa noche con Soledad nos reíamos al teléfono mientras pensábamos en qué hacer con el dinero. Mi madre se sentía orgullosa, y mi Padrastro me daba charlas de literatura, y cómo fue que él conoció a Sábato en su exilio en España. No me sentía el rey del mundo, pero si un sinvergüenza lo suficientemente listo como para cagarme a cualquiera con unos escritos lindos, o autodestructivos, que al fin y al cabo, es igual.
Y así comenzó mi irregular historia de Publicaciones lo suficientemente Under como para ponerme a la altura de “Sonic Youth”. Después de ese concurso se publicó una pequeña antología con los 20 mejores cuentos, que claro, incluía los 5 Cuentos ganadores y mencionados, y otra selección de bazofias infrahumanas que merecían ser quemadas inmediatamente. Algunas personas al leerla comenzaron a llamar, a mi me llegaron invitaciones a talleres literarios, lecturas de poesía y chabacanerías de gente muy artista, demasiado linda, como para poder atraerme. Debí estar loco cuando acepte ir a un taller der “Narrativa V.I.P.” (en serio, ese era el nombre) que, sin importar lo bueno que era el tipo que lo impartía, reunía una cantidad detestable de pendejos aparentemente intelectualoides, y amantes del “Star Bucks”. No es que yo a esa edad fuera más maduro que ellos, pero en ese momento me reía en la cara de los que pretendían ser escritores (incluyéndome), quizá nunca lo lograron (logramos), pero fue entretenido reírme incluso de mi mismo tratando de entrejuntar palabras, conceptos, demasiado poco útiles para el mundo que me rodeaba.
Allí aprendí un par de cosas de las cuales no me acuerdo, pero publiqué otra antología, a la cual no le puse mucha atención, pero que de un momento a otro me llevo a una lectura para promocionarlo en la Feria del libro local. Nunca firmé, hasta ahora, una puta dedicatoria. Evidentemente no a mucha gente le gustó lo que escribí. Y supongo que con eso estamos a mano.