lunes, 6 de junio de 2011

OOH! OOH! OOH!

El fiat 132 zumba bajo el sol intermitente de la carretera, a 200 km rumbo a Puerto Montt. No recuerdo el nombre del último pueblucho que pasamos, sólo ese pestilente olor a fritura de las últimas papas fritas que compramos hace unos kilómetros. Todo grasiento: el volante, mis manos, mi nariz. Tomo unos sorbos de coca-cola y me fijo en el camino, aprendí a manejar ayer. El Polo, mi amigo del alma, me enseñó para que las responsabilidades de nuestra huída no decayeran sobre sus hombros para siempre.

Amanda duerme atrás, mientras su frente suda las últimas gotas de cerveza de anoche. Bajo los asientos las capas que ocupamos para no mancharnos la ropa. Quizá cuento muy rápido las cosas.

Hace unas noches, o anoche, no lo recuerdo con certeza, entramos a un bar para poder relajarnos y estirar las piernas. El lugar retumbaba con rancheras y viejos tirados sobre las mesas, pedimos para beber y nos relajamos aunque yo miraba cada 5 minutos el auto con la esperanza de que alguien se lo llevara y no tuviéramos que seguir haciéndonos cargo de aquella nefasta carga.

Polo se tomó el vaso de un sorbo y después lo golpeó en la mesa, Amanda se turnaba para vernos. Las cosas se hacían pesadas. Los tres rogábamos para que alguien se robara el auto. ¡Mierda, yo mismo le hubiera pasado las llaves a alguien para hacer las cosas más fáciles!

La noche se había puesto violenta. Amanda se reía mientras provocábamos esa riña con aquel viejo verde indecente. Polo lo empujaba y yo lo atajaba, un pinc-ponc eterno y gracioso mientras el otro imbécil balbuceaba palabras indescifrables. Yo amaba sentirme poderoso. Nos pusimos a cantar (no me acuerdo qué).

Polo le dio una zancadilla el tipo calló, se golpeó fuerte, y después trató de levantarse, estaba oscuro, nadie nos veía. Lo golpeamos en el torso turnándonos, estábamos artos de todo, y ese viejo era victima y a la vez el “todo”, dioses sobre si el hijo de puta vivía o moría, sin ninguna razón, éramos dioses. Amanda ya no reía, sacaba fotos, a la cara, a su respiración entre la sangre. Lo niños se comían a su presa.

Tomé un fierro. El tipo no tenía la culpa de nada, pues yo tampoco. Nadie regresaría por él y me acordé de Charles Manson: una canción maldita y molesta que nadie sabe. Le pegué hasta sentir un charco húmedo que se filtraba bajo mis pies. Polo hacia lo suyo y Amanda estaba sentada en el techo del auto sabiendo lo que vendría, aun así insistía en estar con nosotros. Creo haberle insistido que no siguiera con nosotros en este viaje. Sacamos las cotonas blancas (blancas, maldita sea, lo hicimos a propósito, las chuchas de su madre debían ser blancas, debían marcarse para dejar una pista a alguien que quisiera saber de nosotros).

Le sacamos la ropa, la quemamos en un tarro de basura mientras que también nos calentábamos las manos y pensábamos en que hacer y en las razones de nuestro crimen. No éramos psicópatas, pero ya éramos criminales, fuera como lo fuera.

-Yo digo que hay que cortarlo, meterlo en bolsas distintas y repartirlo en lo que queda de viaje – dijo Amanda mientras con un palo jugaba con la ropa que humeaba.

-¿Y si nos pillan?, ¿cuál será nuestro argumento? – Pregunté.

-Simple – dijo Polo- no hay emoción si en un viaje no tienes de que escapar.

Sonreí, mire al tipo gordo, a aquella masa desnuda que yacía tras el auto y pensé en cuanto tendríamos que viajas para deshacernos de él.

Nos pusimos las cotonas y comenzamos a cortar con lo que fuera. Vomité un par de veces, todos lo hicimos, yo trataba de usar la sierra sin mirar. Al darnos cuenta que no era tan difícil, apresuramos el trabajo y metimos los brazos y las piernas juntas en una bolsa negra: la cabeza la hicimos un paquete y el torso, que era lo más grande, no quisimos dividirlo. Nuestros estómagos estaban débiles y no teníamos la sangre fría de “La Familia” para hacerlo. No queríamos realizar aquel macabro acto frente a la estrellas, sólo el momento nos puso en ese camino.

A la Cajuela y seguimos andando. Y así por lo menos unos 400 kilómetros atrás, no tengo muy claro ese cálculo.

Nos detenemos en un sitio eriazo. Hay un agujero enorme: un pozo séptico que termina en una olorosa mezcla de mierda y musgo y ahí, tiramos las bolsas. No flotan mucho gracias a la técnica que aprendimos de una de esas tantas películas de Gángsters de TCM. Llenamos todo de piedras y a dormir con los peces. Subimos al auto, ya estamos en el sur, ¿Y ahora, de qué escaparemos?.