miércoles, 29 de septiembre de 2010

Pánico: Soledad.


Soledad corre las cortinas asomándose por consecuencia a la fenomenal vista de la Plaza Italia. La gente sale como agua de la estación del Metro Baquedano. Riega las plantas, y da un largo suspiro.

El sol calienta la casa, la deja agradable, ideal para el silencio que siempre la reina. Ideal para dormir en el sillón.

Lava los platos, los seca y mete la ropa a la secadora. Mucho silencio, más del común, se decide a poner ese disco compilado. Suena “Pasajera en trance”.

Toma unos cuadernos, los cálculos de física se asoman desafiantes. Extraña el mar, Valparaíso, aunque le avergüenza volver, piensa en el Pancho, y en cómo no volvió a buscarla al Muelle. Igual llovía, “le pasó algo” Supone.

(Charly) Ella está por embarcar, Quizás consiga un pasaje en la borda.

Se toma el pelo, y lo sostiene con un lápiz. Le da ese toque asiático que siempre la ha caracterizado. Francisco siempre la llamó “mi Chinita”, y eso era lo más cursi que escuchaba de él, lo demás eran esas frases adolescentes pseudo eróticas que terminaban con ambos pegados como larvas o mirando las estrellas desde viña del mar, en alguna de sus playitas incomodas.

(Charly) Ella está por despegar, Ella se va.

Va a la cocina, saca la leche y bebe de la caja, después se queda pensando en cómo los porteños ocupan el término “frío” para referirse al refrigerador, siempre le dio risa. Son las 5 de la tarde, comienza a hacer un poco de frío, vuelve al living y cierra las ventanas del balcón. Se sienta nuevamente a la mesa, toma los libros y sigue leyendo.

(Charly) Ella viaja sin pagar. El viejo truco de andar por la sombra.

Recuerda que una vez con Pancho estuvieron una tarde entera en aquél mirador, ella grababa con la cámara, mientras el comía chocolate y después de tragar se ponía a escribir en el cuadernillo que nunca dejaba. Le escribía a ella, mientras Soledad se sonrojaba. Quinceañeros.

Le es difícil recordar tiempos mejores. Cuando se vino a Santiago le hizo falta absolutamente todo, pero a la vez nada.

Todo había funado, y su carrera era como lo más interesante que le presentaba esta metrópolis, que por cierto, al no tener mar, la asfixia constantemente.

(Charly) Ella baila sobre el mar. Ella se va.

Se cansa, toma el libro y lo lanza lejos. Va al baño, se moja la cara, tiene sueño, el libro la aburrió tanto que quiere espabilar. Abajo en la plaza se escuchan gritos, ganó la selección Chilena. Poco o nada le puede interesar, se mete a la ducha, abre la llave. Prefiere salír.

(Charly) Pasajera en trance. Pasajera en tránsito perpetuo.

Sale de la ducha, va a la pieza mientras en el camino saca un cigarro de la cajetilla junto a las llaves de la puerta. Lo enciende y da una bocanada grande. Lo deja de lado en el cenicero junto al televisor, y comienza a secarse el pelo. Largo, negro, fino, liso y sin tintes.

Comienza a vestirse.

(Charly) Pasajera en trance. Transitando los lugares ciertos.

Francisco, por las noches en que no la dejaban salir, iba a su casa y le tiraba piedrecillas en la ventana, como en las películas gringas, y se quedaba mirándola desde el patio y conversando por horas, a veces los pillaba el amanecer y el debía marcharse a pie.

Era raro, el prefería mil veces estar conversando cabeza arriba con ella, en vez de irse a beber con la pandilla de monstruos a los que llamaba amigos. Quizá en realidad estaba enamorado. Nunca le dio tanto crédito como ahora.

(Charly) Un amor real, es cómo dormir y estar despierto.

Toma el abrigo y se mira frente al espejo, mira algunos detalles en el pelo, y se decide a salir un rato. Contacta a las amigas por celular, queda de acuerdo. Piensa en lo alto que tendría que tirar piedras Francisco para poder llegar hasta su ventana, se sonríe. Últimamente piensa tantas huevadas.

Toma las llaves y camina a la puerta. Sale, cierra con pestillo y baja con el eco de sus pasos tras de ella.

(Charly) Un amor real es como vivir en aeropuerto.

Y la casa queda vacía. Nadie respira, con los libros sobre la mesa. Y todo se queda allí quieto, porque cuando Soledad no está, todo se vuelve su nombre.


jueves, 23 de septiembre de 2010

Pánico: ¿Quién lo dirá?

Cuando entré a la Universidad logre compensar las deudas conmigo mismo. Valía la pena ser una persona como yo, o bueno, trataba de convencerme de aquello. Periodismo no era tan malo después de todo.

Aunque, de todas formas, en ese tiempo era un seguidor de Fuguet, por lo tanto justifico que pueda, ahora mismo, haber cambiado de opinión después del tiempo que ha pasado.

Ahora mismo me preparo para salir, es verdad que me he vuelto un misántropo de primera línea, pero eso lo puedo arreglar, el recuerdo de Soledad solo vuelve en la noches para atormentarme, aunque a ratos me da por tratar de recordar el por qué de nuestra mandada a la cresta. Es difuso en realidad, y eso no quiere decir que no lo recuerde, lo recuerdo tanto que me quema la piel cuando lo pienso, si no que estaba tan ebrio la última noche que nos besamos, que recuerdo más el ahogo del vomito/llanto que el roce de sus labios. Joder, me pondré una mejor cara para esta noche.

Pido una botella de vino y me siento junto al Pablo, uno de los pocos compañeros de carrera con los que aún hablo, es un chico alto, delgado y de facciones más bien toscas, tiene la misma costumbre de escribir, aunque su mayor defecto bajo mi juicio, es su maldita manía de intentar ser un hijo de Bowie, y todo lo que ello signifique. Algunos los llaman Hipsters .

De cualquier forma, el hijo de puta bebe como un condenado, y fuma de mis cigarros en un rito repetitivo, el insiste en que fuma mucho, pero que no gasta ningún peso en ello. Quizá me haga el tiempo de pasar un día con él y saber cómo carajo lo hace.

La cantina está llena para ser un día jueves, puede que sea por la noche de poesía que se prepara, y las promociones más convenientes, lo que deja claro que la gente que va a este tipo de encuentros no es más que una masa sin dinero. Miro un rato la nomina de lectores de esta noche, no hay nombres muy interesantes, un tal Orlando Saavedra, otro tipo de apellido Mullër, y una mujer llamada Andrea Apablaza. Mierda, debe ser otra gordita llorona, a la que la organización llama por falta de gente, o para guardar lo mejor para el final, de cualquier forma, beberé lo suficiente para no darme cuenta.

Pablo destapa otra botella, mientras el aire se inunda por la cursilería hecha prosa del tipo de apellido Müller. Orlando Saavedra, el que leyó anteriormente, fue soportablemente decente en leer sólo dos textos y largarse a seguir bebiendo. Puedo dilucidar algo de lo que lee este tipo, a decir verdad solo entiendo las cosas más textuales, lo demás se encuentra dentro de la cabeza del emisor, ya noto que habla sólo, dado que los concurrentes miran las mesas, las botellas, su acompañantes, y hasta algunos hablan a gritos, tratando de sofocar la molesta lengua de Müller que no para de moverse.

-Mierda, ¡que bodrio! – exclama Pablo mientras se bebe la copa “nosecuantos” de un sorbo, quizá si nos hubieran encontrado en nuestros tiempos más “Punk”, probablemente habríamos lanzado la botella al escenario, y comenzado una de las tantas trifulcas correspondientes a un sábado por la noche, antes del Domingo destinado al estadio por la tarde.

- Este poetucho infecto – insiste Pablo- no hace más que llorar sobre sus Ángeles ebrios , el pueblo pobre, que por cierto no lo conoce, y ha dicho como 4 veces “violeta parra” y “Pablo Neruda”. Que mariconada, que maldita y estúpida mariconada.

- Dale una oportunidad, Pablo, fácilmente podrías estar tú allí arriba, y probablemente a los que le gusta esta mierda, te estarían desmembrando. Recuerda que las Gruppies de pantalones pitillos están aún vivas. ¿Acaso no recuerdas a esas fans de Gepe que quisieron matarte por tirarle un escupo en el acto de la Plaza del Pueblo?.

-Si, como si fuera ayer, pero se lo tenía merecido. Por ponerle música a los lloriqueos de un burguesito que quiere ser proleta.

- Dale una oportunidad, a mi me gusta.

-No seas maricón.

Müller (por fin) termina de leer, se produce una pausa, suena de fondo un grupo de Jazz que no conozco, a decir verdad, no conozco ninguno. Estoy algo mareado, me muevo al baño, Pablo mira un libro de Bolaño (que no alcanzo a ver el titulo), que trajo semi-oculto en el abrigo . Choco con un tipo en la puerta y me deslizo hacia el urinario.

Meo tanto que parezco una vaca en verano, la sacudo, me levanto el cierre, y voy al lavamanos. Mientras me secp las manos miro el espejo, explorando mi cara para encontrar alguna anomalía. Nada por el momento.

Saco la tirita de esta noche, y me tomo el Clonazepam. Lo sé, no debería beber si se supone que estoy en tratamiento, pero cuando dije que iba a salir lo dije en serio. Estoy arto del jugo de frutas y la Pepsi.

Salgo, Andrea Apablaza ya lee sobre el escenario (improvisado) del salón rojo (una cantina con fotos de Fidel y demases, donde por supuesto, predomina el color rojo).

Lo que escucho no me parece mal, a decir verdad, me parece bueno, digerible, y la voz de la mina lo convierte a ratos en algo excitante. Me es difícil repetir lo que escucho, lo más probable es que sea por la borrachera.

Me siento, Pablo ya se sacó los lentes y escucha tan atento que me da miedo. Piensa, se sonríe, e incluso me atrevo a decir que se sonroja.

-Parece que te gustó- le digo en un tono complaciente.

-Bastante, además, tiene unas tetas fenomenales.

Me rio. Así es Pablo Vanni, cuando una mujer lee, es difícil que este se dé cuenta que está frente a la nueva generación de la Poesía Chilena. Ni aunque la tuviera frente a su radicalista nariz.