sábado, 14 de septiembre de 2013

La invasión



Orlando despertó exaltado ante los ruidos de la ventana, pero no quiso levantarse enseguida, dio un par de vueltas en la cama, se tapaba hasta la cabeza e intentaba dormir, son los gatos de nuevo, decía. Los gatos, los gatos follando, los gato peleando, los gatos con hambre, qué se yo, decía.
Pero no calzó, los insistentes golpes en las ventanas no podían ser los gatos, no habían maullidos molestos, y el tercer piso de Pedro Montt con avenida argentina, justo arriba de la botillería no daba mucha fe de que las cosas pudieran durar tanto, ¿es que acaso esos ruidos podían ser algo más meticulosamente planeado?, ¿o más extraño?

Se levantó. Primero fue hacia el baño rascándose un muslo con la mano derecha, mientras que con la izquierda se sacaba el cansancio de los ojos, el ruido persistía, pero podía esperar, dar una meada era un acto hermoso y liberador siendo la hora que fuera, las botellas aun en la mesa eran testigos oculares y silenciosos de la juerga de amigos que hubo aquella noche, entre alcohol, risas, y burlas. Oasis dio paso a Beady Eye, después el Polo puso una banda media chicana que se llamaba, sin recordarlo mucho, ¿cómo era que se llamaba?, pensó, rememorando la noche, ¿”Los lobos”?, que buen nombre, pensó. Siguió pensando.

La mesa estaba inmediatamente al lado de la cama, en realidad todo se dividía entre el baño que estaba justamente al  lado derecho de la entrada al cuarto, un gran espacio donde estaba la cama, la televisión, y la mesa ya nombrada frente a la ventana donde acostumbraba a ver la gran Avenida cuando no tenía nada importante que hacer, finalmente una pequeña pieza servía de cocina. Esa era una de las partes más agradables de la casa. Orlando solía los días hogareños abrir la pequeña ventana de la cocina, mientras preparaba los platos propios de la soledad (fideos, arroz, tortillas, y a veces legumbres), también limpiaba el pequeño y naciente ficus que aguardaba en la mejor entrada de luz. Le hablaba y mientras esperaba que se terminara su plato, tomaba leche sin lactosa, propio del fetiche enorme que sentía por un par de películas que había visto hace algún tiempo, y que justamente ahora no viene al caso nombrar.

 Total de ventanas en la casa: 3,  una en la cocina, pequeña, pero apacible, otra frente a la mesa, y junto a esta la que quedaba a la altura de la cama, la que solía mantener siempre con las cortinas cerradas. Si hay algo que debe permanecer en silencio es como duerme uno, y a Orlando no le gustaba la sensación de ser observado una mañana cualquiera.

Se sentó a la mesa, se tapó la cara con ambas manos, vio el reloj del celular, eran las 5 con 2 minutos exactos, la madrugada, aun no amanecía, ¿día?, sábado: libre.

De tanto pensar y rememorar su existencia, reír un rato y tomarse la cosas con calma demasiada cotidiana, había olvidado el ruido en las ventanas, algo realmente extraño: era la razón de todo, del despertar, del camino por la casa, el baño y bueno, un par de espinillas reventadas frente al espejo. Estiró las manos en busca de los lentes, los limpió con la camiseta y se los puso.

Desde la silla pudo ver que en la ventana la luz que se colaba se veía interrumpida por variadas sombras, pequeñas, pero muchas, que circulaban y se golpeaban contra el vidrio; Allí el origen del ruido interminable, molesto, incluso húmedo.

Se apoyó en la mano izquierda, y con un gesto sombríamente pensativo comenzó a agudizar el oído, había un sonido más que no dejaba tranquila su existencia, pero estaba tras todos los espectros de lo que había allá afuera tras la cortina. Se hubiera levantado para poder terminar rápidamente con el enigma, pero no le gustaban las cosas fáciles, no había ningún desafío en simplemente levantarse, y ver la realidad tal cual era, su inmensa vanidad necesitaba primero adivinar lógicamente lo que pasaba.

El ruido interior, el segundo espectro, comenzó a hacerse más notorio, eran gemidos, familiares, pero para Orlando, que había vivido toda su aventurada existencia en el puerto, lleno de animales incluso rastreros, era imposible concebir que aquellos gemidos correspondían a ratas, o algo parecido. Imposible.
Se levantó del asiento y se acercó temerosamente a la ventana, hasta tener la manos sobre el género azul (que permitía no dejar que la luz entrara por completo todas las mañanas en las que necesitaba descansar), y contando repetidamente hasta tres (no lo hizo a la primera, ni a la segunda, la idea que se gestaba en su cabeza era terrorífica, y asquerosa. Pero a la tercera las cosas suelen resultar) corrió la cortina, y quedó más pálido de lo que un sello de agua, o los relieves de una marca de notaría podían permitirle a su piel, jamás en la vida absurda que a ratos pensaba llevar se había imaginado lo que sucedía afuera. Ciertamente no eran gatos.

Los murciélagos golpeaban insistentemente la ventana, no eran ni 10, ni 20, eran un centenar, todos dando vuelta, golpeándose, tratando de entrar inútilmente. Se dio un par de vueltas por la casa sin dar crédito. Ya asomándose la luz azul sobre los espectros de aquellas ratas aladas comenzaba a pensar en una solución: decidió corroborar que esto no estaba sucediendo en algún otro lugar. Tomó nuevamente el celular, buscó un par de veces el número del Polo y sin pensar en los minutos que le quedaban, llamó.
                -¿Aló? – contestaron.
                - Polo, con Orlando…
                - Me lo imagine, pedazo de idiota, tengo una caña de la mierda, ¿Qué hora es?
                - Como las 6, creo – un enorme suspiro sonó al otro lado de la línea.
                - Cuatico…cuéntame, ¿Qué pasa?.
                - Tengo murciélagos afuera de mi ventana, muchos, quieren entrar, no sé por qué, o sea, no tengo miedo de que me quieran morder, comer o algo por el estilo, pero hacen un ruido de mierda.
                -Orlando, dime, ¿estás comenzando a alucinar de nuevo?
                -Sería difícil decirte que si, ¿no lo crees?, en este momento no puede haber algo más real que los bichos que golpean la ventana.
                - Okey – otro largo suspiro- si no los vas a dejar entrar, entonces es mejor que duermas, cuando llegue la luz se morirán o arrancarán, qué se yo.
                - Gracias Polo, oye, ¿cómo se llamaba la banda que me mostraste?
                -“Los Lobos”, son chicanos.
                - Gracias, descansa.
                - De nada, cuídate Orlando – Colgó.

La conversación lo había dejado feliz, un consejo de un buen amigo siempre arregla las cosas, desde romper con tu novia, hasta un 27 de febrero, todo tenía solución para el Polo, siempre era la palabra sabia, incluso ante la locura. Ahora era tiempo para la solución.

Orlando guardó algunas cosas en la mochila, lo indispensable, se puso los pantalones, las zapatillas, la camisa y la chaqueta. Sacó el dinero entre los libros, y como último paso caminó a la cocina.

Abrió el refrigerador y saco la última caja de leche, y la bebió mientras miraba aquel ficus de la ventana, se 
dio cuenta, de manera anecdótica, que la única ventana por donde querían entrar los bichos era la central, dado que desde la cocina ya se podía ver el amanecer. Eso lo hizo apresurar el paso. Tomó la planta, mejor amiga después del polo, y salió de la cocina dando la última mirada por si olvidaba algo.

Llegó frente a la ventana, abrió las cortinas, aquellos murciélagos podían mostrar en sus ojos negros la desesperación del día que podía matarlos. Orlando se sintió enternecido, sacó el seguro de la ventana, y sin ningún tipo de miedo, tiro la ventana hacia arriba, y dio un paso atrás. Aquellos espectros negros entraron inundando la habitación, mientras que él se abría de brazos como esperando un abrazo estrecho de la masa de animales voladores, o tal vez de Batman.

Los murciélagos dieron unas vueltas sobre la habitación, y después, de cabeza se quedaron prendidos del techo, buscando refugio entre ellos, preparándose para dormir. No hubo silencio hasta que el último se tomó el lugar que le correspondía.

Terminado el proceso, Orlando se puso la mochila, tomó el ficus y haciendo el menor ruido posible se aseguró de que no entrara luz por las cortinas, dejó abierta la ventana de la cocina para que los nuevos dueños pudieran salir, se dirigió hacia la puerta, salió y no volvió más.