Pulp de Bukowski se da un par de vueltas en mis manos mientras el metro se mueve de un lado a otro en un vaivén lento, molesto, y de fobia para cualquiera que sufra apnea respiratoria, si es que ese es el nombre del síndrome que trata simplemente de sentir que te estás ahogando, como en una piscina, con agua hasta el cuello.
El carro va lleno, y realmente no tengo las ganas suficientes para ceder el asiento, son las 7:30 de la tarde, y el hedor de los empleados públicos, y privados, de los estudiantes Universitarios y secundarios, y el mío, apesta todo el lugar con un sentido enorme de una jornada agotadora, ese sudor acumulado del día, que no tiene nada que ver con la brisa refrescante de la mañana.
Hace tiempo que no viajaba. Tampoco tenía la intención de hacerlo, afuera el día está nublado, este ha sido un invierno crudo, tengo pocas razones para salir de mi circulo habitual. Mi Padre muere por enésima vez, probablemente otra de sus enfermedades inventadas, a partir de la enfermedad que realmente tiene. Un cáncer que para muchos es una bendición, y para otros, como yo, es la maldición que nos hace seguir viéndonos. No soy un egoísta insensible, pero al menos tengo la cualidad de ser honesto, aunque sea conmigo mismo.
La historia de mi familia no es muy particular, en realidad pasa en la mayoría de los casos que se examinen. Soy hijo de Padres separados, mi Madre se partió la espalda por mí y mi hermana, ok, eso lo valoro bastante, aunque ya para mi adolescencia (en realidad el comienzo de estaa), no podía vivir con ella, y su marido, haciéndome la vida lo menos relajada posible, en aquella casa no había margen para el error, dado que todo se veía abrumado bajo la lógica del dinero. Si me comenzaba a ir mal en los estudios, mi familia no podría costearse los gastos de la Universidad, por lo tanto la beca era imprescindible, aunque yo sabía que no era tan estúpido para perderla.
Las cosas empeoraron cuando comenzaron las crisis, era un ambiente demasiado sofocante, lo que determinó que mi salud mental empeorara considerablemente. Un día decidí largarme, y el primer lugar que pudo convertirse en prácticamente un paraíso, era la casa de mi Padre. A él le iban mejor las cosas desde que se separo de nosotros, supongo, la mala suerte se había alejado completamente de su vida. Bueno, ahora saco como conclusión que yo solo atraigo malas experiencias.
Viví con él un tiempo, las cosas se pusieron de un mejor color, incluso me adapte a lo que llamaba “su modo de vida”, aunque la relación con su mujer no era de lo más agradable, y bueno, mis hermanos no eran algo detestable, pero sin darse cuenta, me hacían notar lo distinto de nuestras vidas, y como al final yo me convertía en un ser miserable en cuanto a ambiciones y términos materiales.
Bueno, sobre su mujer, especialmente, recuerdo una cena que tuvimos con unos amigo de la Familia, todo estaba bien como para aparentar y compartir en términos arribistas. Ese día yo no había podido tomar mis pastillas como era de costumbre, debido a que me las suministraba mi Madre, y por causa de una molesta lluvia no había podido ir a buscarlas, dado que eso significaba un largo viaje en metro pasando tres ciudades, unos 55 kilómetros. Por lo tanto, después de un día y medio sin mi dosis (recetada por un maldito neurólogo), comencé no sólo a sufrir los estragos de las crisis de pánico, que incluyen un poco de mareo, temblores, sudor de las manos, y frío, sino que también el malestar físico de un pequeño síndrome de abstinencia. Bueno, de cualquier manera no era mi día, y mi Padre, bromeando en todo momento sentados a la mesa, me preguntaba “¿Ya quieres suicidarte?”, y ella, muy pulcra como siempre, hacía como si mi cara no significara nada, conversaba de lo más animada, quizá ignorándome como de costumbre, evitando la vergüenza de tener prácticamente un enfermo mental entre los suyos.
Lo que me pareció más gracioso, ahora que lo recuerdo, es la única reacción que tuvo una de las visitas, que al verme me pregunto: “¿Todo bien?”, yo asentí con la cabeza, y simulé que no me pasaba nada, pensando lo gracioso que resultaba ver que una visita se preocupaba más de mí que la propia mujer de mi Padre, bueno, en realidad nadie la obligaba. Ya no había lugar para mí en casa de mi madre (las piezas se le acabaron), y en casa de mi padre, yo notaba en todos lados mi papel de invasor.
Esa noche hable largo con Soledad, mientras lloraba al otro lado de la línea. Yo le pedía que se calmara, que las cosas pasarían. En ese momento yo podía darme el lujo de garantizar cosas, hoy, 3 años y medio después (si, claramente se escucha como si hubieran pasado más años), no puedo hablar las cosas con tanta seguridad.
A mi Padre ese mismo año le diagnosticaron un cáncer testicular que a los pocos meses después lo tendría tan pálido como los pañuelos que usaba para la alergia. Unas semanas mas tarde, tomé mis cosas y me marché a la vida que llevo ahora. No lo hice con resentimiento, pero debo admitir que huía de ver morir a alguien que recién estaba conociendo, y de sentir que era mi culpa por traer la maldición de mi existencia y la mala suerte que conllevaba estar a mi lado.
Toco el timbre, ya es de noche, pero no hace tanto frío como pensé que haría, sudo un poco bajo mi abrigo, toco de nuevo. Ding-dong, ding-dong, ding-dong, ding-dong…
Abren la puerta, la cara de uno de mis hermanos se asoma, sonríe, me invita a pasar, me pregunta de cómo me ha ido en la Universidad, y como me ha tratado la vida en general. Yo invento el mejor de los cuentos, y le devuelvo la pregunta, el me cuenta alguna de sus anécdotas de secundario, y me dice que quiere estudiar ingeniería comercial, simulo interés, tiro falsas flores a la carrera, invento un estudio de alguna universidad tradicional que acredita el auge de esta, y paso directamente a la pieza de Papá.
Allí está el, tirado bajo las mantas, con el brazo afuera sosteniendo el control remoto, me mira y sonríe. Se ve mal, pero no tanto como para morirse.
-Si me vuelves a llamar diciéndome que te morirás mañana, te pasará la de “pedrito y el lobo”, y no vendré – le digo mientras le doy la mano, y un abrazo quizá de cortesía, el tose un poco.
-No deberías de ser así conmigo, recuerda que me falta poco, y no es un crimen querer ver a mi hijo…- dice mientras intenta alcanzar la caja de pañuelos tipo “final de teleserie” que hay en la cómoda a un costado de la cama, se los alcanzo para no ver tal espectáculo atroz.
-Vamos, viejo, hace unos años que te estás muriendo, y no comprendo tu manía de acostarte temprano, no creo que el tratamiento no te haga efecto…
-Los médicos ven mejorías, pero yo realmente no, ando debilucho y como veras, el poco pelo que me quedaba se cayó. Y esta tos de mierda que no me puedo sacar de encima.
- Se llama resfrío, y es obvio que te vendrá fuerte si tienes las defensas bajas…
-¡los malditos Periodistas tienen respuesta para todo!, llevas unos años estudiando y ya te pareces a esos estúpidos del Canal 24…
-Te vengo a ver por un rato, debo volver antes de que se acabe la locomoción…
Me saco el abrigo y me arremango la camisa, prefiero evitar el calor de la casa, o si no sudare como un cerdo. Tomo una silla y veo televisión un rato con el viejo, bueno, mi padre hace poco tiempo se veía joven, hoy consumido un poco por la batalla que lleva, se ve tan viejo que podría ser perfectamente mi abuelo, es una pena claro, pero la vida es tan dura que no es mentalmente factible entenderla, por algo hay que sólo vivirla lo necesario como para querer cambiarla, o morir en el intento.
-Y tu novia ¿cómo es que se llamaba? – pregunta.
-No tengo novia, Papá…
-Pero, la tuviste, ¿Soledad, no es que se llamaba?...
-Terminamos hace algún tiempo…
-¿Y no quieres hablar de eso?...
-¿Es esta la conversación de Padre e hijo que debimos tener por lo menos 4 años atrás?...
-Que duro te has puesto, solo preguntaba para saber algo más de ti, no es que quiera acercarme antes de que me pase algo…
-Ahí está el problema Papá, yo te necesitaba mucho antes de que creyeras que te ibas a morir. Ahora súbele el volumen al televisor…
Un silencio cubre la pieza, el ya no me discute, el dialogo de Dr. House (esos capítulos más repetidos que la caída de las torres gemelas por tv) se escucha fuerte, lo miro, observa la tele con un gesto de corta vista, tomo sus lentes y se los paso, me agradece mientras se los pone, y comienza otro dialogo de cómo él se hace sin querer más viejo, y yo sin querer más adulto.
Tengo 23 años, mi viejo, enfermo y todo, ronda los 55, y es una pena verlo cansado. Ya resentimientos a un hombre enfermo no le puedo tener.
Voy en el metro vacío, de nuevo ese vaivén de lado a lado, trato de tener un dejo de indiferencia. Al terminar ese capítulo de House, nos tomamos un té y yo alegando que entraba temprano a la universidad, y que por la tarde me tocaba trabajar en el Video Club, me fui lo más rápido posible. Enciendo un cigarro después de meses sin hacerlo, a nadie le molesta, un tipo con pinta de vagabundo está al otro lado del carro, duerme en lo que yo creo es una borrachera, aparte de él no hay absolutamente nadie más. Miro mi celular, las 23:30, estuve muy poco rato, lo sé, pero no soy bueno guiándome por sentimentalismos.
Busco su número, aprieto “send”. Me contesta al otro lado, y yo comienzo a contarle todo lo que pasó con Soledad, hasta que la voz embazada de los parlantes dice que todos los pasajeros deben descender.