Paloma mira entre los maderos
clavados a la ventana, el polvo se hace notar entre los rayos de sol que entran
a la casa, atrincherados, con un poco de miedo y hedor, sudor de nervios.
Diego limpia la pistola que le
robó al paco que agonizaba en la esquina, un gordo inútil de la Primera de
Playa Ancha que había saltado mal una escalinata, cuando corría lleno de horror:
Saltó sin darse cuenta. “Dejalo allí, si se lo comen a él, a nosotros no nos
seguirán más” gritaba en un éxtasis asesino.
Y así fue, mientras corría podía
escuchar la multitud de “cosas” que destazaban la carne del pobre imbécil.
Cerré los ojos, y cuando los abrí de nuevo vi como Paloma, que iba más
adelante, miraba hacia atrás sonriendo, riendo, a ratos saltando de una
felicidad que no comprendo.
Valparaíso se volvió loco, nosotros
no creíamos nada de lo que pasaba, creíamos que era otra estrategia del estado
para crear el pánico y distraer de los problemas realmente “importantes”. Luego
comenzaron los ataques en los consultorios, las “cosas” se levantaban con las
mantas blancas aún cubriéndoles las caras, en Montedónico decidieron atacar un
consultorio con bombas molotovs para que las “cosas” no avanzaran hacia la
población. No resultó del todo, pero nosotros nos sentíamos envueltos en una
revolución al verlo por la TV, craso error, si eso hubiera sido una revolución,
nunca lo habrían televisado.
Todo de una semana a otra se
convirtió en un guión retorcido de Grant Morrisson. Con Diego y Paloma nos comunicábamos
constantemente por Skype para saber qué pasaba. Twitter se cayó, Facebook dejó
de funcionar, los hipsters ya no pudieron publicar mas en tumblr, ¿por qué? Pues
las redes habían sido cerradas, el estado estaba controlando todo, por el bien
de la lucha contra las “cosas”, las noticias evitaban el tema, no daban más de
1 minuto, a veces 30 segundos, de lo que pasaba. Mientras por las noches se
escuchaban gritos y disparos. Mis viejos salían a trabajar todos los días, la
producción, a pesar de todo, no se veía intervenida.
Pronto dejé de ir a la Universidad,
a las reuniones del Partido, ya no carreteaba. Me subía al techo de la casa con
la escalera atermitada del patio trasero, y veía los resplandores de Valparaíso
y los sonidos con ritmo tiroteo. A veces se cortaba la luz, mi familia
contemplaba en silencio las luces, las sombras de los militares pasar por la
cortina, y como se quedaban parados en la esquina. Yo me tapaba con las mantas
hasta la cabeza y esperaba quedarme dormido. También llamaba a Diego que todas
las noches, desde su departamento, miraba con binoculares la oscuridad y los
resplandores.
-Son
zombies, huevón – me decía.
-Estay
loco, esas huevás pasan en los juegos culiaos que tenís.
-Claro
mata de hueas, entonces las “cosas” babeantes que atacan a los pacos son los
revolucionarios del pueblo.
-ni
siquiera has visto a “las cosas” de frente.
-Podríamos
probarlo.
-voy
a cortar.
Un día me despertaron los gritos
de la casa de al lado, me levanté, mi hermana bajaba el volumen del buenos días a todos (lo único que daban
en televisión abierta), y me acerqué a la ventana. La Alondra, mi vecina de
cabra chica lloraba desconsoladamente en el ante jardín, pedía ayuda, mientras
un grupo de militares con pasa montañas entraban en su casa, parecía escena de
guerra. Salí enojado, le grité a un par de milicos que estábamos viviendo en democracia,
que esa no era la forma de tratar al pueblo, uno me echó hacia atrás, yo agarré
a Alondra y la tiré a mi lado conforme gritaba “milicos de mierda”, “hijos de
puta”, “Fascistas de la patronal”. No comprendía lo que pasaba realmente, solo
veía a los milicos no replicarme nada, sus ojos demostraban incredulidad
mientras entraban a la casa, como si ni ellos supieran lo que hacían. Yo lo
comprendí apenas vi salir al primer uniformado disparado desde la ventana.
Comenzaron los disparos, al parecer la Mamá de Alondra despertó enojada (muerta
de enojo) y decidió darle la pelea al fascismo.
Decretaron toque de queda. Ese
día mi viejos no llegaron a la casa, tampoco lo hicieron los días siguientes,
mi hermana y yo nos quedamos solos. Más tarde mi hermana enfermó, creo que fue un
resfrío, a lo mejor no lo recuerdo tan bien, o no quiero recordarlo.
Simplemente se murió y la dejé encerrada en su pieza, mientras en mi mochila echaba
los panfletos del partido (no sé por qué), la linterna, mi onda con la bolsa de
canicas para romper los vidrios de los autos, mi polerón. Los Pitillos, las vans, la bufanda verde para
abrigar.
Iba derecho a la salida cuando
escuché que arañaban la puerta de la pieza de mi difunta. La arañaban por dentro. Era ella.
Definitivamente era ella, muerta claramente.
Recordé el cajón de mi viejo,
nunca me acerqué a él antes, y el shock no me había hecho razonar. Fui directo
a buscar el revolver del cajón maldito, ese que estaba lleno de polvo, que
nadie limpiaba, pero que tenía el pasado más vigente de mi Padre, donde quiera
que estuviese deambulando en ese momento. Ese pasado Frentista del que nunca
habló con orgullo, claramente el orgullo debe venir después de una victoria.
Abrí el cajón, “6 balas, pero
efectivas, nunca se atasca” leí en un foro de imbéciles. Saqué el revólver y la
caja de balas que estaban al lado, olía a humedad y estaba grasoso. Y como
aprendí en los juegos de PC, abrí el revólver y lo cargué. Paso seguido guardé las
balas en mi mochila y caminé hacia la pieza. Me zumbaron los oídos mientras en
el silencio se perdían el ruido de los 4 disparos que di sin mirar, aunque
fueron efectivos.
(Continua)