Orlando despertó exaltado ante
los ruidos de la ventana, pero no quiso levantarse enseguida, dio un par de
vueltas en la cama, se tapaba hasta la cabeza e intentaba dormir, son los gatos
de nuevo, decía. Los gatos, los gatos follando, los gato peleando, los gatos
con hambre, qué se yo, decía.
Pero no calzó, los insistentes
golpes en las ventanas no podían ser los gatos, no habían maullidos molestos, y
el tercer piso de Pedro Montt con avenida argentina, justo arriba de la botillería
no daba mucha fe de que las cosas pudieran durar tanto, ¿es que acaso esos
ruidos podían ser algo más meticulosamente planeado?, ¿o más extraño?
Se levantó. Primero fue hacia el
baño rascándose un muslo con la mano derecha, mientras que con la izquierda se
sacaba el cansancio de los ojos, el ruido persistía, pero podía esperar, dar
una meada era un acto hermoso y liberador siendo la hora que fuera, las
botellas aun en la mesa eran testigos oculares y silenciosos de la juerga de amigos
que hubo aquella noche, entre alcohol, risas, y burlas. Oasis dio paso a Beady Eye,
después el Polo puso una banda media chicana que se llamaba, sin recordarlo
mucho, ¿cómo era que se llamaba?, pensó, rememorando la noche, ¿”Los lobos”?,
que buen nombre, pensó. Siguió pensando.
La mesa estaba inmediatamente al
lado de la cama, en realidad todo se dividía entre el baño que estaba
justamente al lado derecho de la entrada
al cuarto, un gran espacio donde estaba la cama, la televisión, y la mesa ya
nombrada frente a la ventana donde acostumbraba a ver la gran Avenida cuando no
tenía nada importante que hacer, finalmente una pequeña pieza servía de cocina.
Esa era una de las partes más agradables de la casa. Orlando solía los días
hogareños abrir la pequeña ventana de la cocina, mientras preparaba los platos
propios de la soledad (fideos, arroz, tortillas, y a veces legumbres), también
limpiaba el pequeño y naciente ficus que aguardaba en la mejor entrada de luz.
Le hablaba y mientras esperaba que se terminara su plato, tomaba leche sin
lactosa, propio del fetiche enorme que sentía por un par de películas que había
visto hace algún tiempo, y que justamente ahora no viene al caso nombrar.
Total de ventanas en la casa: 3, una en la cocina, pequeña, pero apacible,
otra frente a la mesa, y junto a esta la que quedaba a la altura de la cama, la
que solía mantener siempre con las cortinas cerradas. Si hay algo que debe
permanecer en silencio es como duerme uno, y a Orlando no le gustaba la
sensación de ser observado una mañana cualquiera.
Se sentó a la mesa, se tapó la
cara con ambas manos, vio el reloj del celular, eran las 5 con 2 minutos
exactos, la madrugada, aun no amanecía, ¿día?, sábado: libre.
De tanto pensar y rememorar su
existencia, reír un rato y tomarse la cosas con calma demasiada cotidiana,
había olvidado el ruido en las ventanas, algo realmente extraño: era la razón
de todo, del despertar, del camino por la casa, el baño y bueno, un par de
espinillas reventadas frente al espejo. Estiró las manos en busca de los
lentes, los limpió con la camiseta y se los puso.
Desde la silla pudo ver que en la
ventana la luz que se colaba se veía interrumpida por variadas sombras,
pequeñas, pero muchas, que circulaban y se golpeaban contra el vidrio; Allí el
origen del ruido interminable, molesto, incluso húmedo.
Se apoyó en la mano izquierda, y
con un gesto sombríamente pensativo comenzó a agudizar el oído, había un sonido
más que no dejaba tranquila su existencia, pero estaba tras todos los espectros
de lo que había allá afuera tras la cortina. Se hubiera levantado para poder
terminar rápidamente con el enigma, pero no le gustaban las cosas fáciles, no
había ningún desafío en simplemente levantarse, y ver la realidad tal cual era,
su inmensa vanidad necesitaba primero adivinar lógicamente lo que pasaba.
El ruido interior, el segundo
espectro, comenzó a hacerse más notorio, eran gemidos, familiares, pero para
Orlando, que había vivido toda su aventurada existencia en el puerto, lleno de
animales incluso rastreros, era imposible concebir que aquellos gemidos
correspondían a ratas, o algo parecido. Imposible.
Se levantó del asiento y se
acercó temerosamente a la ventana, hasta tener la manos sobre el género azul
(que permitía no dejar que la luz entrara por completo todas las mañanas en las
que necesitaba descansar), y contando repetidamente hasta tres (no lo hizo a la
primera, ni a la segunda, la idea que se gestaba en su cabeza era terrorífica,
y asquerosa. Pero a la tercera las cosas suelen resultar) corrió la cortina, y
quedó más pálido de lo que un sello de agua, o los relieves de una marca de
notaría podían permitirle a su piel, jamás en la vida absurda que a ratos
pensaba llevar se había imaginado lo que sucedía afuera. Ciertamente no eran
gatos.
Los murciélagos golpeaban
insistentemente la ventana, no eran ni 10, ni 20, eran un centenar, todos dando
vuelta, golpeándose, tratando de entrar inútilmente. Se dio un par de vueltas
por la casa sin dar crédito. Ya asomándose la luz azul sobre los espectros de
aquellas ratas aladas comenzaba a pensar en una solución: decidió corroborar
que esto no estaba sucediendo en algún otro lugar. Tomó nuevamente el celular,
buscó un par de veces el número del Polo y sin pensar en los minutos que le quedaban,
llamó.
-¿Aló?
– contestaron.
-
Polo, con Orlando…
-
Me lo imagine, pedazo de idiota, tengo una caña de la mierda, ¿Qué hora es?
-
Como las 6, creo – un enorme suspiro sonó al otro lado de la línea.
-
Cuatico…cuéntame, ¿Qué pasa?.
-
Tengo murciélagos afuera de mi ventana, muchos, quieren entrar, no sé por qué,
o sea, no tengo miedo de que me quieran morder, comer o algo por el estilo,
pero hacen un ruido de mierda.
-Orlando,
dime, ¿estás comenzando a alucinar de nuevo?
-Sería
difícil decirte que si, ¿no lo crees?, en este momento no puede haber algo más
real que los bichos que golpean la ventana.
-
Okey – otro largo suspiro- si no los vas a dejar entrar, entonces es mejor que
duermas, cuando llegue la luz se morirán o arrancarán, qué se yo.
-
Gracias Polo, oye, ¿cómo se llamaba la banda que me mostraste?
-“Los
Lobos”, son chicanos.
-
Gracias, descansa.
-
De nada, cuídate Orlando – Colgó.
La conversación lo había dejado
feliz, un consejo de un buen amigo siempre arregla las cosas, desde romper con
tu novia, hasta un 27 de febrero, todo tenía solución para el Polo, siempre era
la palabra sabia, incluso ante la locura. Ahora era tiempo para la solución.
Orlando guardó algunas cosas en
la mochila, lo indispensable, se puso los pantalones, las zapatillas, la camisa
y la chaqueta. Sacó el dinero entre los libros, y como último paso caminó a la
cocina.
Abrió el refrigerador y saco la
última caja de leche, y la bebió mientras miraba aquel ficus de la ventana, se
dio cuenta, de manera anecdótica, que la única ventana por donde querían entrar
los bichos era la central, dado que desde la cocina ya se podía ver el
amanecer. Eso lo hizo apresurar el paso. Tomó la planta, mejor amiga después
del polo, y salió de la cocina dando la última mirada por si olvidaba algo.
Llegó frente a la ventana, abrió
las cortinas, aquellos murciélagos podían mostrar en sus ojos negros la
desesperación del día que podía matarlos. Orlando se sintió enternecido, sacó
el seguro de la ventana, y sin ningún tipo de miedo, tiro la ventana hacia
arriba, y dio un paso atrás. Aquellos espectros negros entraron inundando la
habitación, mientras que él se abría de brazos como esperando un abrazo
estrecho de la masa de animales voladores, o tal vez de Batman.
Los murciélagos dieron unas
vueltas sobre la habitación, y después, de cabeza se quedaron prendidos del
techo, buscando refugio entre ellos, preparándose para dormir. No hubo silencio
hasta que el último se tomó el lugar que le correspondía.
Terminado el proceso, Orlando se
puso la mochila, tomó el ficus y haciendo el menor ruido posible se aseguró de
que no entrara luz por las cortinas, dejó abierta la ventana de la cocina para
que los nuevos dueños pudieran salir, se dirigió hacia la puerta, salió y no
volvió más.